Tres cadenas perpetuas

Cuando al anochecer llegábamos a nuestra celda, nos sentíamos demasiado agotados para charlar. Jean Paul se desprendía de la chaqueta y la camisa y se lavaba concienzudamente el cuello, las orejas, la cara y el pecho. Luego se secaba, frotando la áspera toalla carcelaria contra su piel hasta que ésta enrojecía. A continuación se ponía su pijama de seda azul y se dejaba caer sobre el camastro con un suspiro de satisfacción. En cuanto a Claude, era demasiado indolente para gastar sus energías en cualquier movimiento que no fuera absolutamente imprescindible. Claude era de mi estatura aproximadamente, pero mucho más robusto y macizo. Claude, después de la cena, se dejaba caer en la cama y permanecía largo rato en silencio y con la mirada clavada en el techo.